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miércoles, 17 de octubre de 2012

Juan

Siempre acompañado, Juan se encuentra sentado en su balcón. Ese desde el que, en los tiempos en los que jugaba al escondite con mis amigos, nos tiraba chapas y gritaba para reírse de nosotros.
Juan ya no tira chapas por su balcón.
Siempre acompañado, Juan se mete debajo de la ducha obligado. No quiere moverse, ni siquiera quiere salir de su casa. ¿Para qué? Se preguntará a sí mismo. Pero nadie lo entiende, y él grita.
Juan ya no canturrea debajo del agua mientras se ducha.
Siempre acompañado, Juan se sienta en la terraza. La misma terraza que él ayudaba a montar todas las mañanas, sin embargo, ahora, si se quiere mover, tiene que pedir permiso. No sabe dónde quiere ir. O sí, pero luego se olvida.
Juan ya no trabaja, ahora trabajan para él.

Siempre en su mundo, Juan me cogía de la mano y me llevaba al mercado. Al atravesar la concurrida calle, y en medio de una masa de gente, me soltaba la mano para que le siguiera mientras se recorría todo el mercado en busca de las frutas, hortalizas y verduras más baratas de toda la isla. Mientras tanto, yo me veía rodeado de un montón de gente que no había visto en mi vida y lo perdía de vista. Con lágrimas en los ojos, me ponía a gritar su nombre hasta que, finalmente, lo encontraba.
Juan se escondía, quería verme madurar.
Siempre en su mundo, y satisfecho con la compra que había hecho (y todo lo que había ahorrado), Juan llegaba al bar sin saber que me iba a hacer un regalo. La primera vez, fueron cangrejos y langostas a las que les puse nombre y todo. La desilusión me la llevé cuando, a la semana siguiente, mis nuevas mascotas habían desaparecido y Juan se estaba comiendo, para almorzar, una gran langosta. Esta vez, en una de las hojas de la lechuga, había un gusano. En ese momento, yo volvía a ser feliz porque volvía a tener una mascota, pero la lechuga no corrió la misma suerte, y mi padre no estaba tan contento como yo.
Juan había ganado la lotería, pero él no se gastaba un duro.

Es, cuanto menos, paradójico, el deseo que todos tenemos de vivir para siempre, de vivir muchos años, de llegar a mayores y recordar, con una sonrisa en la cara, nuestra aventura en el mundo, nuestra vida. Pero, ¿de qué sirve vivir y no recordar aquello que nos hizo felices?
¿De qué sirve vivir si dependemos de alguien hasta para ir a hacer pis?
¿De qué sirve vivir si el dinero que habíamos ahorrado durante toda nuestra vida jamás lo podremos gastar?
¿Merece la pena vivir sin vivir?

- ¿Cómo estás Juan?
- ¿Estás bien Juan?
- Pero Juan, ¿por qué no me contestas?
- ¿Te encuentras bien?
+ ¿Por qué eres tan pesada? No acostumbro a hablar con gente que lleva la cremallera abierta.

Quizás no sea la persona más feliz del Universo, pero Juan, a sus casi 90 años, vive. Y te lo puedes encontrar sentado en la terraza del Hotel Madrid. Siempre acompañado, por supuesto. Pero la naturaleza es sabia, y si ella ha decidido sentarle ahí todas las mañanas (con un poco de ayuda, claro), ¿quiénes somos nosotros para cuestionarlo? A veces, un minuto de tu día es el que marca la diferencia y el que hace que merezca la pena ser vivido.


viernes, 12 de octubre de 2012

Solitario

La cantidad de juegos innovadores y modernos que existen ahora para jugar en un teléfono móvil es abrumadora, y yo no me canso de jugar al solitario. A veces no sé si tomármelo como una indirecta que el Universo me quiere mandar. Marta sabrá de lo que hablo.
Era de noche en Madrid, y yo iba como casi siempre iba a todas partes, bajo tierra. En el metro, vamos. Mientras escuchaba música, los gritos de la gente que terminaba de hacer botellón en el andén me irritaban un poco. La víbora que, en ocasiones, quiere sacar lo peor de mi, trataba de hacerme levantar y gritarles que se fueran con la fiesta a otra parte, pero no sucumbí a la hipocresía. Era viernes y la una y media de la mañana, y yo también he gritado mientras hacía botellón en el andén del metro.
Después de que el lado racional de mi persona, del que tantas veces huyo, se encargara de hacerme entrar en razón, valga la redundancia, subí el volumen de mis auriculares, con cuidado de no quedarme sordo y de no hacer evidente, para las chicas que tenía sentadas al lado, la música que escuchaba, e inicié una nueva partida en el solitario. Solitario yo también, comencé a hacer comparaciones metafóricas entre el propio juego y el amor.
Sin mucho éxito, me di cuenta de que lo mío ya rozaba la enfermedad. Si estar desesperado por encontrar una persona que te entienda con solo una mirada no era una, yo estaba a punto de convertirlo. Lo que sí era cierto era que, no importaba las veces que una partida al solitario me fuera mal, siempre quería jugar otra. Y, después, otra, y otra, y otra, y otra... Aunque los comodines no me salieran para poder abrir mi juego, aunque no tuviera hueco donde colocar las cuatro K. No me importaba las veces que las cartas jugaran en mi contra, siempre quería volver a intentarlo.
En el amor me pasaba lo mismo, solo que todavía, en ese juego, no había tenido la fortuna de ganar. Ya sabes lo que dicen por ahí: "afortunado en el juego...". Sin embargo, ahí seguía, perdiendo partidas, reiniciando el juego y tan solitario como de costumbre.
Pero lo volví a intentar.