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sábado, 20 de agosto de 2011

La última noche.

Él ya no cantaba. Sonaban sus canciones favoritas en la radio del coche y no cantaba. Prefería callar, como callaba cada decepción, como callaba cada sueño frustrado, cada preocupación.
Callaba, pues sabía que no tenía vela en ese entierro y, aunque lo entendía, su corazón no lo asimilaba. Dormía con él, vivía con él, olía su ropa, estaba completamente atento a todos sus movimientos y comportamientos; defectos, virtudes... y cada vez lo quería más. No abría la boca, pues se imaginaba que se encontraba en un palacio de chocolate siendo diabético, y no quería morir de amor. De desamor.
Mientras el coche avanzaba, él miraba por la ventanilla mientras se fijaba en el mar. Se acordaba de cómo la marea, cuando él era más pequeño, siempre solía estar baja, tranquila; y cómo ahora solo veía olas y tempestades a su alrededor. Siempre había sentido una conexión especial con el mar.
Ahora recordaba que esta noche sería la última que dormiría a su lado. Se había convencido de que se alejaría de él para siempre pues, además de sus tontas ilusiones sin sentido, sabía que él solo le traía quebraderos de cabeza. Sería la última noche que dormiría junto a él.
Sería la última noche que dormiría con el enemigo.
Pero el enemigo no era él.
El enemigo era él mismo.

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